
Dirigida por Kenji Nakamura y estrenada en 2024 con el título original Gekijôban Mononoke: Karakasa, esta nueva entrega del universo de Mononoke retoma la figura del misterioso Vendedor de Medicinas, interpretado en voz por Hiroshi Kamiya, para enfrentar un caso marcado por apariciones, dolor reprimido y un espíritu que busca liberarse bajo la lluvia. La película combina terror sobrenatural, estética artística y simbolismo emocional, expandiendo la esencia del anime original con un relato más íntimo y profundamente humano.
La historia se sitúa en un entorno rural marcado por un clima melancólico: aldeas humildes, caminos embarrados y casas de madera donde la lluvia golpea como un lamento constante. La ambientación aprovecha los contrastes entre la naturaleza frenética y los espacios cerrados para transmitir tensión y vulnerabilidad. Cada rincón parece cargado de memoria, y la lluvia —presente casi todo el tiempo— actúa como un velo que distorsiona lo real, uniendo el mundo humano con el espiritual. Este ambiente acuoso y poético envuelve al espectador en un clima de inquietud y contemplación.
Como en las obras anteriores, el Vendedor de Medicinas es un observador distante pero esencial. Su presencia es serena, imperturbable, casi etérea. No lucha con armas convencionales, sino con el conocimiento profundo del kotowari, el principio detrás de la existencia del Mononoke. Aquí, su desafío implica descubrir el origen del espíritu karakasa —un yokai nacido del resentimiento— y desentrañar las emociones humanas que lo sostienen. Su rol es un puente entre mundos: analiza, escucha y confronta verdades que los propios afectados se niegan a enfrentar.
El corazón del conflicto se encuentra en un objeto cotidiano abandonado y cargado de nostalgia: un paraguas que, tras años de maltrato y olvido, adquiere vida espiritual convertida en un karakasa. Esta entidad no solo aterroriza: reclama una historia no contada, una pérdida que pide reconocimiento. La película revela progresivamente la conexión entre el objeto y una familia marcada por la tristeza, la ausencia y secretos nunca pronunciados. La tensión no proviene solo del yokai, sino de las emociones humanas que lo alimentan y lo mantienen atado al mundo terrenal.
Kenji Nakamura conserva el sello estético de la franquicia: composiciones inspiradas en grabados tradicionales, colores saturados, líneas fluidas y una mezcla de surrealismo con poesía visual. Las escenas de posesiones, distorsiones y revelaciones se combinan con momentos de calma contemplativa, creando un contraste que hace del miedo algo tan hermoso como perturbador. La animación juega con cambios abruptos de perspectiva, simbolismos y figuras deformes que representan estados emocionales, reforzando la idea de que el horror es tanto interno como externo.
El desenlace revela el origen emocional del karakasa y permite al espíritu encontrar descanso. A través de la intervención del Vendedor de Medicinas, la familia implicada confronta sus culpas, su dolor y los recuerdos que la lluvia había intentado esconder. La película cierra con una mezcla de serenidad, melancolía y catarsis, recordando que incluso los espíritus nacen de sentimientos humanos que necesitan ser comprendidos. Mononoke: El fantasma bajo la lluvia deja al espectador con una reflexión íntima: a veces, aquello que nos persigue solo busca ser escuchado.