
Dirigida por Mary Harron y estrenada en 2000 con el título original American Psycho, esta película protagonizada por Christian Bale se ha convertido en un símbolo del cine psicológico moderno, mezclando sátira, horror y crítica social. Basada en la novela de Bret Easton Ellis, la historia sigue a Patrick Bateman, un joven ejecutivo de Wall Street cuya vida aparentemente impecable oculta una violencia incontrolable y una identidad fragmentada. La cinta examina la superficialidad, el narcisismo y la deshumanización de una sociedad obsesionada con el éxito, revelando cómo un rostro perfecto puede esconder un abismo.
La película retrata un Manhattan frío y glamuroso, poblado por restaurantes exclusivos, oficinas impecables y fiestas llenas de excesos donde nadie parece realmente conectado con nadie. En este ambiente pulido y artificial, el vacío emocional es tan evidente como los trajes caros que usan los protagonistas. Cada espacio —desde los clubes nocturnos hasta los departamentos de diseño minimalista— refuerza la sensación de que todo es una fachada. Es un mundo donde las apariencias valen más que la humanidad, y donde Patrick Bateman encaja demasiado bien.
Christian Bale ofrece una de las interpretaciones más memorables de su carrera, dando vida a un personaje obsesionado con la imagen: su cuerpo, su rutina, su ropa y su posición social. Bateman vive esclavizado por una necesidad patológica de ser admirado, pero al mismo tiempo está desconectado de cualquier emoción real. La película muestra cómo su personalidad se fragmenta hasta volverse irreconocible incluso para él mismo, desplegando escenas inquietantes que revelan su comportamiento compulsivo, narcisista y profundamente psicopático. Es un estudio brutal sobre un hombre que no siente nada… y por eso lo destruye todo.
El conflicto central surge cuando las fantasías violentas de Bateman comienzan a filtrarse en su vida cotidiana, generando una confusión constante entre lo real y lo imaginado. Sus crímenes, cada vez más extremos, parecen pasar desapercibidos en un entorno donde nadie se escucha realmente, donde todos se confunden entre sí y donde la empatía es prácticamente inexistente. Esta ambigüedad convierte la película en un rompecabezas psicológico que cuestiona si Bateman es un monstruo desatado… o simplemente un producto extremo de su sociedad.
La cinta destaca por su uso de la estética: colores fríos, ambientes perfectos y una iluminación que resalta el contraste entre el orden externo y el caos interior. Mary Harron utiliza la sátira como herramienta de terror, ridiculizando la superficialidad del mundo corporativo mientras expone la falta de identidad de quienes lo habitan. La narración en primera persona, acompañada por monólogos irónicos y perturbadores, permite acceder a la mente de Bateman de una forma descarnada y casi incómoda, revelando que el verdadero horror no reside en la sangre… sino en la ausencia total de humanidad.
El desenlace de la película es uno de los más debatidos del género: Bateman confiesa sus crímenes sin obtener consecuencias, mientras quienes lo rodean lo ignoran, lo confunden con otro o simplemente no lo toman en serio. La incertidumbre sobre qué fue real y qué fue fantasía se convierte en la esencia misma del mensaje. La historia se despide con una mezcla de vacío, sátira y desesperación, recordando que, en un mundo donde nadie mira realmente a nadie, los monstruos pueden caminar entre nosotros sin ser vistos. Y quizá lo más aterrador es que Bateman nunca obtiene liberación… porque nunca tuvo identidad propia.