
Dirigida por Paul Thomas Anderson y estrenada en 2025 con el título original One Battle After Another, la película se adentra sin rodeos en un conflicto moral extremo donde la política deja de ser discurso y se vuelve violencia íntima. Desde el inicio, el relato expone a un jefe supremacista blanco del ejército estadounidense cuya misión oficial es combatir la inmigración bajo un gobierno antiinmigración. El problema —y el detonante— es su secreto: una hija mestiza nacida de su relación con una líder negra de un grupo considerado terrorista que defiende a los inmigrantes mediante la violencia.
La trama no disimula su brutalidad: el protagonista cree que para ascender dentro de una secta supremacista blanca debe borrar la evidencia viviente de su “traición”. Su hija no es solo un riesgo político, sino una contradicción biológica que amenaza su pertenencia ideológica. La película deja claro que, para estos sistemas de poder, la pureza es un mito sostenido por la eliminación del otro. El intento del padre por deshacerse de su propia sangre marca el punto de no retorno y convierte la historia en una cacería despiadada.
Anderson construye un espejo incómodo entre ambos extremos. El grupo supremacista blanco y la organización armada proinmigrante comparten una lógica de guerra total: el fin justifica cualquier medio. La madre de la niña, líder del grupo clasificado como terrorista, tampoco aparece idealizada. La película muestra cómo su causa, aunque nacida de la defensa, ha normalizado la violencia como lenguaje principal. En este cruce, la niña queda atrapada como símbolo y trofeo, nunca como sujeto.
El giro más cruel llega cuando la secta supremacista descubre la existencia de la hija y ordena asesinar al propio jefe militar. La película revela aquí su tesis central: los sistemas de odio no admiten ambigüedades. El protagonista pasa de verdugo a objetivo, perseguido por aquellos a quienes sirvió con devoción. Anderson expone con frialdad cómo la lealtad ideológica es siempre condicional y cómo el poder devora incluso a sus más fieles servidores.
A partir de ese momento, el relato se transforma en una huida constante. El padre intenta matar a su hija para salvarse, mientras la secta intenta matarlo a él para borrar el error. La película no concede respiro: cada enfrentamiento confirma que no existe salida limpia. La niña, consciente del peligro, empieza a comprender que su existencia es una amenaza para todos. Esta toma de conciencia precoz es uno de los elementos más perturbadores del film.
El desenlace de Una batalla tras otra es deliberadamente devastador. No hay reconciliación, ni justicia poética, ni aprendizaje moral para los adultos. La violencia se impone como herencia y destino. Anderson cierra la historia dejando claro que cuando la identidad se construye desde el odio, toda relación humana se vuelve sacrificable. La batalla no termina con la muerte de un enemigo, porque el verdadero conflicto —la deshumanización— se renueva una y otra vez.